San Juan - masacre y memoria
Siglo XX hoy es uno de los distritos urbanos del Municipio de Llallagua (Norte de Potosí). Después de la llamada “relocalización”, ocurrida en 1986, su fisonomía de campamento minero –de cuando era propiedad de la Corporación Minera de Bolivia (Comibol)– recibió infinidad de retoques y añadidos, sin borrar sus espacios históricos. El teatro, la pulpería o la sede sindical siguen de pie, aunque deslucidas, cerradas o cumpliendo otras funciones. La Radio Pio XII continúa emitiendo sus señales junto a la parroquia de piedra. La bocamina o “Socavón Siglo XX” persiste, al igual que la Plaza del Minero con su regio monumento de bronce. Siglo XX es la constatación de cómo un territorio está siempre en movimientos, que los vaivenes de la historia lo transforman, aunque nunca del todo porque alguna huella del ayer, al menos, evade al olvido y hace memoria.
El inicio de cada invierno trae consigo una de esas huellas sobre aquel territorio minero, referida a la “Masacre de San Juan” que se produjo en la madrugada del 24 de junio de 1967, por orden del entonces presidente de la República, el Gral. René Barrientos, un hombre de la Agencia Central de Inteligencia (CIA) norteamericana. En 1964, siendo vicepresidente del Gobierno de Víctor Paz Estensoro, participó del golpe de Estado y formó parte de la Junta Militar que asumió el gobierno de facto, hasta que el 1966 fue posesionado como presidente constitucional producto de una elección nacional fraguada, llevada adelante después de que en 1965 terminó de sofocar al movimiento popular que se resistió al golpe de Estado. Así, el Ejército impuso la culminación del ciclo de la Revolución Nacional de 1952, acontecimiento en el que habían sido derrotados y diluidos. El periodista Carlos Gutiérrez escribió en aquella coyuntura que, al precio de 600 muertos, el sindicalismo boliviano descubrió la diferencia entre una revolución viciada de errores y una restauración contrarrevolucionaria.
Barrientos proscribió a las organizaciones sindicales, persiguió y apresó a los dirigentes, líderes y activistas sociales, acalló las radios mineras, rebajó el 50% de los magros salario a los trabajadores mineros, entre otras medidas nefastas. Para junio de 1967, los mineros habían previsto un ampliado nacional en Siglo XX, con la participación de otros sectores el país, en busca de debatir y exigir la reversión de dichas medidas; además, analizar la guerrilla del Che –localizada al suroeste del Oriente boliviano– con la que no estaban vinculados, pero había llamado su atención. Dicho ampliado debía llevarse, precisamente, al día siguiente de la Noche de San Juan, en la que, por usos y costumbres en Bolivia, se encendían fogatas en las puertas de cada hogar para disfrutar del calor durante el tiempo en que los leños y trastos se consumían; un verdadero momento de disfrute para chicos y grandes, mucho más si se está una región gélida. La masacre se desató después de la media noche. Por el oeste bajaron las tropas militares y por el este ingresó la Policía, tomando por sorpresa a una población indefensa y desprevenida que no había cometido delito alguno, tan solo constituirse en un eje de la resistencia a la restauración barrientista. Docenas de muertos y un centenar de heridos –entre mujeres y hombres; mayores, jóvenes y niños–, fue el saldo de un acto planificado, para escarmentar al movimiento minero y enviar un mensaje de desciplinamiento para todo aquel boliviano que osara rebelarse. En adelante, ninguna otra noche de San Juan fue la misma para los habitantes de Siglo XX. Las fogatas aún se encendieron para el esparcimiento colectivo, pero con la cualidad de un rito para honrar a los caídos, al son de la radio con la canción que Nilo Soruco escribió para ellos.
Quienes documentaron la “Masacre de San Juan” concluyen que fue la más premeditada en la historia boliviana. No obstante, como en todas, se trató de la escenificación cruel de los excesos a los que un régimen está dispuesto, para alcanzar sus objetivos y preservar su orden. Sucede que la masacre es un método de violencia extrema que los gobiernos fascistoides están siempre dispuestos a reeditar, con el acompañamiento de un discurso oficial en el que las víctimas serán responsabilizadas de su propia eliminación, por parte de los perpetradores. De ahí la importancia de documentar una masacre desde las huellas de quienes la sufrieron.